martes, 24 de febrero de 2015

EL SUEÑO DE MOISÉS

FEBRERO DESCEREBRADO

ATECEA publica nueva entrada en su proyecto CUENTOS DESCEREBRADOS 2015, gracias a la colaboración de Venancio Rodriguez, el cuál junto a usuarios de nuestra Asociación, darán a luz historias en formato cuento, los cuales narrarán vivencias, sueños e ilusiones que viven o han vivido nuestros usuarios. Ilusionados con el proyecto, con el que damos visibilidad al Daño Cerebral Adquirido os dejamos el SEGUNDO cuento 2015 realizado con Jesús Ponz.


Jesús Ponz


EL SUEÑO DE MOISÉS

Había una vez un gato alcañizano que deseaba ser un hombre. Un día, estando observando la luna encima de un tejado, le entró un extraño sopor que lo dejó dormitando tendido bajo una teja al borde de una pared que daba a un callejón. Aquella misma noche, Moisés, que así se llamaba el sujeto, tuvo un sueño que le iba a cambiar la vida. Esto fue lo que soñó el minino:
−“Se vio convertido de repente en un niño que estaba de pie a la orilla del mar. Frente a él, un sendero ascendía hacia un lejano monte. En la cima del mismo se podía divisar un cartel en el que se adivinaba un texto que no alcanzaba a leer debido a la distancia. Abriéndose paso entre una espesa maleza y una accidentada geografía, sin dejar rastro,  iban transitando por él multitud de seres sin rostro. Una voz misteriosa surgida del  propio  camino le decía: “’ ¡Ven!”.
Pero Moisés pensó:
−Como no tengo nada mejor que hacer, iré.
Arrancó a caminar sendero arriba. La luna, su amada luna llena, le sonreía. Detrás de él, el mar. Sembrados en los márgenes del sendero, arracimadas cruces crecían de todos los tamaños. Cuanto más caminaba, más se empinaba la cuesta. Sin embargo, sentía que no era feliz. Pasaron trece años en un segundo. En un momento dado, una fuerza ajena a él le empujó dentro de un Monasterio en donde se oían cantos gregorianos. Y  pensó:
− ¿Qué hago yo aquí?, ¿cómo he entrado en este sitio si a mí no me gustan los espacios cerrados? Pero me gusta la música que oigo −se dijo−,  y me gusta el olor de este lugar, −pensó.
Así que decidió quedarse por un período de tiempo indeterminado. Cierto día cruzó por el lugar un tren pitando, pintado de plata y plomo. Aunque su sonido era normal, el pitido pronunciaba palabras  repitiendo siempre el mismo estribillo: “¡Vive, vive, vive!”. Tenía 22 años cuando Moisés se dijo:
−Estoy fatigado de estar enclaustrado.  Aunque aprendí muchas cosas aquí, ahora quiero vivir mi propia vida. Ahora que soy un hombre y todavía puedo serlo, −Y ascendió a su  tren y éste le sonreía.
Continuó subiendo a contrapelo por su dificultosa cuesta. A medida que ascendía, se cruzaba con más cruces, pero Moisés tenía la mirada claramente clavada en la cima de la montaña que se divisaba allá, en donde tierra y cielo se besan. Entonces, un día templado llegó a una fuente fría, a los pies de una sabina llameante y gritó a los cuatro vientos:
− ¡Tengo sed!
Bebió hasta quedar ahíto, de momento. Colmada su mochila del crudo néctar del árbol flamígero,  cumplimentó su cantimplora de aquel río de vida por si le atrapaban las sombras en su largo día sin descanso.  Moisés era un hombre precavido. A su paso, se le acostaban peregrinos que le repetían: “dadnos de beber de esa agua tuya, por los clavos de Cristo”. Y él les daba aunque sin perder el paso. Y sin extraviar el piso, pasó por la orilla de una gran ciudad y se bañó en sus aguas. Por 3 años permaneció allí, alimentándose del fruto prohibido para apagar su sed de momento y abrevó su recipiente. Un día, una ardilla le dijo: “Largo es el camino y corto el tiempo. No trabes el ritmo”. Entonces, Moisés volvió a subir a su tren. Tras embocar su cruz, tres pájaros se le asociaron. Al cabo del tiempo, uno de ellos quiso pasarse de listo y tuvo que cortarle el pico y después a otro y a otro más. Entonces, con desasosiego Moisés  exclamó:
−“¡Buey solo bien se lame!”.
Y como una araña, continuó trepando por sus paredes tristemente sólo. Sentía un inmenso desamparo dentro de sí, aunque ya era suficiente. De pronto y sin poderlo evitar, se excedió al coger impulso para saltar un río y, tan largo dio el brinco, que se presentó en el país de los arios. Una vez allí, se dijo: “Ya que estoy aquí, ingeriré con fruición  este líquido sagrado”. Y se sació hasta quedar repleto, de momento. Y trasegaba a sus congéneres que, sedientos, le imploraban: “Dadnos de beber de tu cantimplora, por la corona de espinas de Cristo”. Mucho tiempo pasó allí. Mucho le gustaba aquel sitio pero, su camino era otro y retornó a su cauce ascendente. Tras caminar cientos de millas por su poblado desierto, se alistó en las filas de un convento para amerar la sed de sus paisanos con su líquido elemento. 25 años allí le dejaron tieso. Sus alforjas quedaron secas como la mojama, por eso se sentía satisfecho. Allí conoció al amor de su vida, Priscila. Era ella musicóloga de los humanos cuerpos, restablecía la armonía de sus instrumentos.  Los dos juntos le cantaban a la luna. Y él; para impresionarla, le hablaba de filosofía, de música, de física, de informática y ella, ella le recitaba secretas poesías. Moisés se olvidó de su camino. Se casaron y tuvieron dos soles y fueron cuatro llamas, dos incendios y dos teas, cuatro fuegos que se avivaban con el viento. Él la amaba inmensamente. Ella lo adoraba. Su casa era un océano inagotable. Pero su destino no le olvidaba, y continuamente le repetía: “’ ¡Ven, ven, ven!”, de una manera endiablada. Pero él no quería, y a menudo le gritaba:
− ¡Cállate, no quiero oírte. Déjame en paz porque ahora soy feliz. No quiero volver al camino. Me has hecho daño. He vivido todo este tiempo deshabitado. Sin nadie que me quisiera y ahora que he encontrado la felicidad junto a mi amada, me dices que la deje. ¡No! Me rindo, no quiero seguir!
Y su destino le increpaba:
− ¡Tú me imploraste, tú. Tú quisiste ser un hombre y aquí lo tienes. Ahora te echas  atrás como un niño, ¿verdad? ¿Por cuánto tiempo tendré que soportarte? ¡Gallina! Acepta lo que pediste de una vez por todas. ¡Me tienes harto! Pedís las cosas y cuando atiendo vuestras súplicas, os arrepentís, ¿¡no!? No habrá compasión para ti, no habrá misericordia.  Ahora tienes que pagar el precio de tus deseos, ingrato ser humano, Moisés!
Su destino era un ser implacable. No admitía excusas. No admitía esperas. No era nada comprensivo y viendo que su esclavo no atendía a sus órdenes, le preparó un escarmiento… Ocurrió el 25 de marzo del 2011. Llevaba en aquel entonces 11 años jubilado, viviendo como un rey. Como siempre había hecho. El seguía hidratándose y regalando el fruto de su cantimplora a propios y extraños, por nada y por todo, para todos y por él mismo. Sucedió a la luz de la luna con su amada Priscila a su lado. Moisés se ausentó, alguien le empujó; quizás una invisible mano. Pero él no quería marchar y por eso, en el forcejeo, se partió en dos. Su sino se llevó la mitad izquierda de él y la otra parte, quedó con Priscila. Guardián y preso de su libertad. Su mujer clamó a los dioses con gritos inaudibles. Desde lo más profundo de sus abismos surgió un rugido tal que los mismos dioses se vieron impelidos a socorrerla. Así, de esta manera bramó Priscila:
−¡Dioses del Olimpo, dioses de mis antepasados, ayudadme por los clavos de Cristo, salvad a mi  marido porque lo estoy perdiendo!
Y los dioses se conmovieron al ver su desgarrador llanto. Y le advirtieron de las condiciones a las que debía de sujetarse. Y las consecuencias que podría ocasionarle el incumplimiento de aquel pacto. Bajo ningún concepto podía echarse atrás de su juramento. Y ella  asintió. Zeus bajó a Alcañiz montado en su rayo y se llevó a Moisés a su templo. Allí estuvo algunos cientos de millones de años, que pasaron en un momento. Atendido por los atentos cuidados de Danae, su concubina. A pesar de ello, no conseguía salir de su sueño. Se había quedado anclado dentro. Hasta que un día, la oración de Priscila consiguió abrirse paso hasta el pensamiento de su amado. Y se posó en él como se posa un beso en la boca de dos amantes. Con la misma ternura, con la misma desesperación, con la misma exigencia. Moisés despertó. Despertó en el justo momento en el que le iban a seccionar la garganta. Despertó y una máquina el aire le prestaba. Lo bajaron a la tierra, pero la envidiosa Euterpe le robó su música. Le cautivó su cálida voz, su musicalidad, su tono, su timbre. Los increíbles arpegios de su guitarra. El vuelo infatigable de sus dedos en el piano. La dulzura de su armonía. En fin, Se lo quedó todo y no le dejó nada. Aunque no se llevó por completo su vida, le permitió vivir con la vida sesgada, como escarmiento. Entonces, Zeus le espetó:
− ¿Estás contenta?
Como Priscila no se chupaba el dedo, se lo pensó. Después de lo cual dijo:
−Sí; gracias, dejádmelo a mí. Mis dos soles y yo, mis dos teas ardientes y yo formaremos un impecable equipo. Cuidaremos al rey de nuestra casa. Y volveremos a ser cuatro llamas, cuatro fuegos vibrando al unísono contra el viento.
A lo que el Dios de los dioses contestó:
−Siendo así, así sea. Tuyo es.
Y montando de nuevo en su rayo, regresó al Olimpo. Cuando Zeus llegó a su morada, ordenó  a la celosa Euterpe, la musa de la música,  que devolviera lo que no era suyo. Y a regañadientes, ésta se la fue devolviendo poco a poco, como aquel que le duele desprenderse de algo muy querido. La mitad izquierda de Moisés siguió haciendo el camino y, cuando llegó a la cima del monte, levantó la vista lentamente para leer lo que decía aquel letrero. Justo antes de posar su vista en él, Zeus le mandó un rayo y cayó al suelo fulminado. Euterpe entregó toda la voz a su dueño, mas, desobedeciendo la orden de su amo, se quedó con la música de Moisés”.
En aquel instante, el gato despertó. Y la luna  le sonreía con su cara llena. De súbito, escuchó el maullido de una gata  y se dirigió hacia el lugar de donde procedía aquel familiar sonido. Rodeó una chimenea que se interponía en su camino y, allí estaba. Era ella, Priscila, tal y como la había soñado hacía escasos segundos. Se acercó a aquella aparición maravillosa. Percibió su aroma, su calor, su excitación. Se lamieron y se acariciaron con sus cuerpos ardientes. Y enlazando sus colas, maullaron juntos a la luna el Ave María de Schubert.

                                                            FIN